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miércoles, 4 de abril de 2012

PITO CATALÁN

por Vicente Massot Que Cristina Fernández no haya anunciado el lunes pasado, en el acto que presidió en Ushuaia para conmemorar la gesta de las islas Malvinas, la nacionalización de YPF, no significa que la idea —hondamente arraigada en la plana mayor del kirchnerismo— fuera dejada de lado o postergada para reactualizarla en un momento mejor. Mientras el gobierno espera que, fruto del acoso descarado a la empresa petrolera, el valor de su acción en Bolsa se derrumbe, la decisión de confiscar virtualmente las tenencias accionarias de la familia Eskenazi y de parte de las de los españoles de Repsol está tomada desde hace rato, sin que haya motivos para pensar que pueda haber existido alguna razón de peso, en los últimos días, susceptible de obrar un cambio de planes. Si alguien creyese que la presidente, temerosa de una reacción internacional en cadena por la forma en que procede en contra de YPF, ha creído conveniente desensillar hasta que aclare el panorama, se equivocaría de medio a medio. Desde mayo del año 2003 el kirchnerismo inauguró entre nosotros una política exterior que pocos imaginaron en ese entonces que pudiese prosperar. La debilidad argentina luego de declarar en forma unilateral el mayor default de una deuda soberana no permitía, según los críticos del santacruceño, compadrada alguna. Néstor Kirchner pensó distinto y actuó en consecuencia convencido de que, precisamente la insignificancia de nuestro país unida al ciclo venturoso de la economía internacional, le abrirían el camino para hacer su voluntad, prescindiendo de considerar qué opinaran el FMI, CIADI y los tenedores de deuda argentina. Sobre el particular estuvieron desacertados quienes pronosticaban catástrofes si acaso se quisiera dar vuelo a una estrategia confrontativa con los organismos de crédito y las principales naciones del mundo y, en cambio, estuvo en lo cierto el que había sido elegido presidente de la República y se aprestaba a asombrar a los arcontes tutelares de la ortodoxia económica, con esa mezcla de irreverencia y soberbia que lo caracterizaba. Asumir y embestir sin misericordia a expensas de los empresarios españoles, a quienes “puso a parir” según la acertada frase de uno de ellos; del Fondo Monetario, con el cual honró la deuda y despachó con cajas destempladas; del CIADI, al que ignoró sin despeinarse; de las grandes corporaciones que le habían iniciado juicio al país —a las que amenazó sin miramientos, diciéndoles que si querían continuar haciendo negocios en estas playas, debían olvidarse de los tribunales—; y, finalmente, de los acreedores que reclamaban contra el default, fue todo uno. En esta escuela, se educó Cristina Fernández y cuanto está haciendo no es distinto de aquello que —en tiempos mejores, es cierto— puso en práctica su difunto marido. Desde que en el año 2009 se tuvo conocimiento del primer laudo condenatorio del Ciadi no solo no honró su compromiso de paso sino que ni se inmutó por las posibles sanciones que recibiría. Ahora, cuando los Estados Unidos tomaron medidas por el incumplimiento, la cancillería a cargo de Héctor Timerman le salió al cruce acusando al gigante del norte de tomar una serie injusta de medidas que, además, discriminan a nuestro país. Similar ha sido la forma en que el kirchnerismo ha recepcionado las protestas ante la Organización Mundial de Comercio de 40 países preocupados, con razón, en virtud del grado de discrecionalidad con el cual se maneja la política de importaciones y exportaciones en Buenos Aires. Que algo así iba a suceder estaba cantado. Desconocer los fallos del CIADI y poner en manos de Guillermo Moreno el manejo del comercio exterior e interior era comprarse pleitos seguros. Sólo que a la señora presidente, como a su marido, los argumentos de los países donde la seguridad jurídica no se discute la tienen sin cuidado. Entre mantener un entredicho con la administración demócrata de Obama, la OMC y el CIADI o dar marcha atrás en su política económica, está claro qué es lo que ha privilegiado Cristina Fernández. Con esta particularidad digna de ser destacada para entender, con precisión, por qué actúa de esa manera: no es fruto de un capricho ni de una estrategia forjada a tontas y a locas, que comenzase por desconocer los riesgos de la jugada. El gobierno, acostumbrado a ignorar olímpicamente a los actores del concierto internacional, sin consecuencia que lamentar, piensa que no hay razones para modificar el libreto. ¿Acaso Néstor no le armó en las narices de George Bush una Contra Cumbre en Mar del Plata, siendo él el anfitrión de tan importante cónclave? ¿Qué pasó? —Nada. ¿Acaso no desconocimos los fallos del Ciadi? ¿Qué pasó? —Poco y nada. Si hasta ahora un comportamiento de compadritos le ha pagado bien en lo único que le interesa al kirchnerismo —su clientela electoral— por qué habría de cambiar la dirección de las velas e iniciar una modificación del rumbo que tan buenos resultados le ha dado. Para la presidente, Guillermo Moreno, Débora Giorgi y Alex Kicillof, el meollo de la cuestión no reside en las sanciones norteamericanas, los fallos adversos en el CIADI o las eventuales represalias de las naciones que han ido en queja a la OMC sino en la posible reacción de las tribus electorales adictas que en algún momento pudiesen sufrir, en términos de su calidad de vida, los efectos de esas sanciones. Mientras la población no perciba el fenómeno, sea porque no se dé cuenta de su naturaleza o porque en definitiva no le importe demasiado, el kirchnerismo redoblará la apuesta nacionalista y levantará el estandarte de la defensa del trabajo argentino y de la producción nacional para justificarse. Puede que sea una táctica primitiva y hasta de corto alcance la suya, pero tiene la ventaja de que —al menos de momento— ninguno de los organismos, empresas y países damnificados por las arbitrariedades del gobierno argentino poseen armas suficientes para que entre en razón un país —el nuestro— que hace diez años decidió hacerle pito catalán al mundo y se salió con la suya.

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