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miércoles, 10 de noviembre de 2010

EL DESBANDE



El miedo al desbande y el poder vacante

Por Jorge Raventos


En el mismo instante en que una red de intelectuales y polígrafos de Estado convierten la figura de Néstor Kirchner en centro de una densa hagiografía y se esfuerzan en dibujar la leyenda del kirchnerismo e imaginarle un porvenir, un hombre asociado a esa corriente desde los primeros balbuceos –fue uno de los forjadores del fenómeno y acompañó a los dos presidentes del ciclo familiar como jefe de gabinete- describe la situación actual del kirchnerismo como “un desbande”.


Es cierto que Alberto Fernández cayó en desgracia en la corte de Olivos después de que decidió renunciar al gobierno, y que su nombre pasó a estar en índex cuando se desmarcó con claridad en la guerra K contra los medios, pero es evidente que sus juicios no están alimentados por el despecho: aún desde las márgenes y desde el destierro simbólico (dejó de ser recibido por el matrimonio particularmente desde que se publicó un libro periodístico cuya inspiración informativa le fue atribuida) ha procurado trabajar para devolverle al oficialismo las virtudes que él asigna a sus orígenes. Fernández describe el desbande como el “estupor” y la “desazón” producidos por la desaparición de quien ejercía la jefatura política del sistema de poder oficialista.


Esa función es de reemplazo improbable porque no tiene que ver con “la gestión” administrativa ni con “la incansable disposición al trabajo”, sino con las relaciones de mando y obediencia, con la capacidad concentrada (y reconocida o admitida por propios y ajenos) para contener, premiar, castigar y disciplinar.



Todas las organizaciones quedan resentidas cuando pierden abruptamente un jefe, pero en aquellos casos en que el reemplazo no responde a protocolos ni a formalidades preestablecidas, ni a abdicaciones plausibles, sino a otras pautas



-más bien fácticas- , los procesos de sucesión van acompañados de desbande y conflicto, de alianzas súbitas y rupturas vertiginosas, hasta que se impone una nueva jefatura…cuando (y si) se impone.



Juan Perón había previsto esas circunstancias y por ello, antes de su propia muerte advertía a sus seguidores que “sólo la organización vence al tiempo” y los exhortaba a pasar “de la etapa gregaria a la etapa institucional”. Es verdad: esto es más fácil de proponer que de realizar.

Como conjuro contra la dispersión descripta por Alberto Fernández (que, en rigor, estaba en marcha antes del 27 de octubre, y desafiaba al propio Néstor Kirchner) el oficialismo sólo apela hasta el momento a sus reflejos de agresividad o a rituales defensivos. La presidente se balancea entre presentar como corazas su dolor y su pérdida, ostentar una potencia carismática a esta altura quizás más voluntarista que concreta (“siento que de mí depende la suerte de todos los argentinos”, dijo en uno de sus discursos recientes) y calificar a opositores y críticos como “necios” o “traidores” o a rebajarlos en la escala zoológica, tratándolos de monos o loros. Aquellos que en los años ’70 leían (o al menos citaban) a Franz Fanon solían adjudicar una genealogía política a la deshumanización conceptual del adversario. No era una genealogía democrática, precisamente.



El culto a Kirchner y las invocaciones a la unidad en torno a la autoridad partidaria (y eventualmente la candidatura presidencial) de su viuda son mecanismos naturales y previsibles de defensa frente al desbande. Cuando alguien se echa atrás frente a un precipicio, no lo hace por miedo a caerse, sino por el temor de arrojarse. El oficialismo se encuentra sometido a pulsiones contradictorias: requiere la unidad, pero sin la presencia del que la ordenaba, ingresa a la lógica de la competencia por posiciones, la susceptibilidad extrema, la sospecha y la lucha preventiva.



La frase con la cual el jefe de gabinete Aníbal Fernández pareció tender un puente a Hugo Moyano (“la CGT es la columna vertebral del gobierno”) en este contexto de suspicacias merece interpretaciones contradictorias.



Vale la pena puntualizar en principio que si bien la expresión del jefe de gabinete, puede tener un aroma a ortodoxia peronista, esa es apenas una ilusión óptica: Perón dijo que “el movimiento obrero” (no la CGT) era la columna vertebral “del movimiento peronista” (no del gobierno). Fernández produjo un deslizamiento con sentido de la oportunidad y las necesidades del gobierno.



“Aníbal trató de soldar la unidad del gobierno con la CGT porque estaba quebrada”, sugieren algunos. Citan esa comunicación telefónica de la noche del 26 de octubre entre Moyano y Néstor Kirchner en la que –según versiones que nacen en la Casa Rosada- hubo palabras fuertes y gritos destemplados. Agregan las imágenes de Moyano en el velatorio, recibido con frialdad y distancia por la viuda. Así, para esa mirada, Aníbal Fernández aparece emparchando un mal trato y corrigiendo una actitud de la presidente.



Una lectura diferente: en un contexto en el que Moyano se encaramó a la presidencia del justicialismo bonaerense contrariando las preferencias de los jefes territoriales de la provincia (y quizás las de Néstor Kirchner) y cuando sus partidarios pegaban en los alrededores de Plaza de Mayo, antes aun de que concluyeran las exequias oficiales, carteles que reclamaban “Moyano Conducción”, la frase de Aníbal Fernández sería una invitación a la paz pero también un límite estricto : “columna vertebral, pero nunca cabeza”.



La tensión está presente. En las cercanías del jefe camionero hay cautela táctica: malician que alrededor del vértice político se mueven fuerzas que están buscando revancha por los reveses que sufrieron en la década del 70 y en vida de Perón y que ahora están dispuestos a aprovechar la vulnerable imagen del jefe cegetista. Observan las investigaciones judiciales emprendidas sobre el gremio y organizaciones aliadas del moyanismo como parte de una ofensiva destinada a neutralizar al camionero. En la última semana hubo al menos dos iniciativas judiciales que caben en esa clasificación. Moyano busca aliados para defenderse de esa ofensiva: los primeros contactos para anudar un armisticio con las organizaciones empresariales fueron una muestra. La agenda de contactos del moyanismo no se agota en los números telefónicos de la UIA.



Realineamientos, rupturas y búsqueda de nuevas amistades estarán al orden del día en los tiempos que se abren tras la desaparición de Néstor Kirchner.



Los mercados reaccionaron frente al hecho con una visión optimista: estimaron que se abría para el país una oportunidad de cambio positivo; el valor de activos argentinos se incrementó. en algunos casos por encima del 20 y del 30 por ciento, en otros casi hasta un 50 por ciento. Algunos analistas, como Javier Kulesz, de la Unión de Bancos Suizos, concluyeron que “no hay razón que justifique que la Argentina tenga un riesgo país de 500 puntos, salvo el riesgo político”. Desde esa perspectiva, la oportunidad del país reside en orientarse hacia un cambio que le permita encontrarse con la corriente central, la misma por la que navegan los países vecinos, desde Chile hasta Perú, desde Brasil hasta Colombia.



Los reflejos defensivos del gobierno parecen inhibirlo para aprovechar la oportunidad, lo encierran en la repetición del discurso, lo transforman en esclavo de un guión, de un personaje, de un mandato. El miedo al “desbande” no detiene ese proceso, que avanza en aguas profundas más allá de lo que las encuestas midan en la superficie.

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