EL MUNDIAL
VIVIR EL MUNDIAL COMO MÁRTIRES, INFANTES O CIUDADANOS...
Por Gabriela Pousa
Sin duda, la sociedad argentina es muy peculiar en sus modos y sus formas. Aquello que ayer la desvelara termina, en menos de 24 horas, pasando al olvido como si no hubiese existido. Los conflictos se superponen en una estrategia maniquea pergeñada por el gobierno aún cuando parezca que éste nada tiene que ver con ello.
Ningún tema es casual, tampoco los escándalos que lo salpican: hasta Ricardo Jaime es un instrumento del kirchnerismo “inmolado” para poder dar preminencia a fines más necesarios. Cómo si se tratara de un cambio de figuritas, en apariencia de una “limpieza”, un “hacer justicia” sin hacerla…
La llegada del Mundial de Fútbol que parece una salvación para un oficialismo jaqueado por la contradicción no es tampoco la panacea, y en definitiva aquellos que gustan del deporte tienen todo el derecho de disfrutar del evento, más allá del rédito o no rédito que pueda hacer de aquel el gobierno. Si el Ejecutivo se cree dueño de los goles que puedan acaecer durante el torneo, mayor será el golpe que se lleve cuando en las urnas los mismos no cuenten.
Perder o relegar hasta las pasiones más características de un pueblo que siempre ha sido futbolero no tiene sentido. Desear que la selección nacional pierda para que los Kirchner no manipulen las masas es un placebo. El remedio pasa por otro lado. No minimicemos la solución a un problema mayor. No nos auto subestimemos que para ello está la dirigencia que lo hace con habilidad indiscutida.
Nadie será más o menos kirchnerista por gritar un gol, ni el hecho de encender un televisor para ver un partido de Argentina hará que se multipliquen los votos el año próximo. Si acaso esa es la creencia que lleva a desdeñar una competencia deportiva, demos por muerta a la ciudadanía, démonos por muertos en vida. Los valores y el honor se miden por otras variables que nada tienen que ver con once jugadores corriendo detrás de una pelotita.
Perdimos tanto ya que ganar un Mundial no suma a la hora de hacer balances de ganancias y pérdidas como sociedad. Y si acaso aporta a la alegría colectiva posiblemente debamos aceptar que es una buena noticia. Ya vimos lo que ha sucedido con los festejos del Bicentenario: miles de argentinos festajando sanamente en las calles, avenidas y…, cuando empezaron a debatir quién se llevaba las loas de una fiesta cívica, las crónicas mostraron que nada había cambiado esencialmente en la Argentina.
Los sondeos de opinión que adjudican un clima mejor tras el 25 de Mayo son expresiones desesperadas, y lo que en verdad marcan, es la derrota de un Ejecutivo que no puede ofrecer más que espejitos de colores, carrozas y comparsa. Quevedo decía con indiscutida sabiduría que “puede medirse en cielo y la tierra pero jamás la mente humana”, y creer que recitales gratuitos y fuegos de artificio cambian un voto es subestimarnos como seres humanos. Al fin y al cabo, si eso sucediese la culpa no puede recaer únicamente en una administración de turno que ya dio muestras inequívocas de ineficaz y perversa.
Los argentinos oscilamos entre dos modelos sociales igualmente nefastos: el de los “mártires autoproclamados”, y el de los “infantes perpetuos”. Es decir, entre aquellos que se regodean de sus llagas, mostrándolas como trofeos; y esos otros que no maduran para no tener que asumir responsabilidades inherentes al proceso de crecimiento. En consecuencia, toma protagonismo el Estado benefactor que es acogido con beneplácito aunque, si bien se mira, se verá que sólo se beneficia a sí mismo aduciendo que nos está salvando.
Hoy por hoy, ser parte de un movimiento piquetero ofrece las “ventajas” de pertenecer a los desposeídos, razón por la cuál la limosna surge como reivindicación social cuando en rigor sólo es una cadena más que nos ata al clientelismo. Nos ofrecen un yugo y lo tomamos como si fuese un beneficio. La marginalidad pareciera que otorga una categoría superior, y es amparada por seudos movimientos anti-discriminación que hacen lobby en detrimento de la libertad del individuo.
Desde luego que la otra opción es hacerse cargo de la propia situación, pero ello acarrea deberes cívicos que carecen de prensa, y están devaluados frente al auge de los derechos humanos. La situación es compleja para el ciudadano, elegir entre dos modelos igualmente falsos anula el discernimiento, y nos condena a ser esclavos de un sistema macabro.
Si se acepta la madurez que da el pertenecer a un país con tantos golpes que es imposible considerar joven, por más que sólo haya cumplido doscientos años, entonces festejar un gol y disfrutar un Mundial no es más que eso: una coyuntura que permite divertirse sin que signifique idolatrar figuras cuyo nivel de decencia y moral son harto conocidas ya.
Si un partido ganado hace olvidar que los precios suben licuando los salarios, y que todos los días amanecemos con robos y asesinatos, la culpa no está ni en los directores técnicos, ni en los jugadores buenos o malos, y tampoco, aunque cueste aceptarlo, en un matrimonio que sin duda pretende vender lo negro como blanco. Simplificar no coopera a madurar.
La decisión es del pueblo, no del gobierno. El tema no es pues la manipulación que puede devenir de una pelota rodando en un estadio, sino la capacidad de asumirse ciudadano, y elevarse por encima de los mártires y los infantes que alimentan la faz más nefasta del Estado.
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