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jueves, 9 de septiembre de 2010

IGNORANTES


¿Una sociedad de ignorantes?

por Carlos Berro Madero
carlosberro@arnet.com.ar

“La ignorancia no discierne, busca un tribuno y toma un tirano. La miseria no delibera, se vende. Alejar el sufragio de manos de la ignorancia y de la indigencia es asegurar la pureza y acierto de su ejercicio”
-Juan Bautista Alberdi

Nuestra sociedad vive el avance incontenible de grandes masas de ignorantes que ya no encuentran dentro de sí ni una pizca de sensatez y racionalidad.

Han quedado en manos del despotismo de algunas minorías que promueven entre ellas la caducidad de la cultura y el reinado absoluto del servilismo.

En una época ya pasada, pudimos aspirar a ciertas expectativas de ascenso social (lográndolo temporalmente), porque la educación era una meta “visible” y existía un consenso generalizado acerca de que el esfuerzo premiaba las virtudes de quienes lo abrazaban.

Ese escenario se ha terminado.

Asolada por más de cincuenta años de política populista, nuestra sociedad sólo atina a revolver entre los escombros que ha proporcionado una ideología difusa en todo sentido, menos en el hecho de asegurarle a sus adeptos que tienen “merecimientos” por la sola razón de “ser”, sin distinción de “aplicaciones” personales.

Los miembros más lúcidos -aquellos que tuvieron la posibilidad de permanecer a flote en el maremoto de la decadencia-, depusieron sus armas hace ya muchos años, condenados por los demás como representantes de “oscuros imperialismos opresores”.

Nivelar por lo más bajo, ha sido desde entonces una constante.

La sociedad se ha enfermado finalmente de una ignorancia supina. Todos nos referimos eufemísticamente a ciertos sectores que todavía parecerían estar “a salvo”; pero la verdad es que poco queda de un país donde, a pesar de las injusticias, se respetó alguna vez una escala de valores.

Amén de ello –y para mal de nuestros pecados-, “a la austeridad típica de la economía de ahorro en la acumulación primitiva de capital, SUCEDIÓ EL OCIO OSTENTOSO, según la denominación de Thorstein Veblen: una economía de consumo suntuario, lujo y derroche”, como apunta acertadamente Juan José Sebreli.

Esto envileció aún más la mente de las grandes masas.

Lo antedicho permanece intacto hasta nuestros días, con el agravante de que el poder ordenador de una república organizada, ha sido reemplazado por subunidades corporativas relativamente autónomas de los poderes del Estado, que han terminado por coordinarse entre sí y convertirnos en sus esclavos.

Las organizaciones gremiales sindicales son el ejemplo prototípico de este estado de cosas.

Hoy todos creen que puede lograrse un progreso estructural a través de la obtención de “mejoras” que no están atados NUNCA a una mayor preparación personal de rendimiento efectivo, sino a unos derechos humanos muy “sui generis”, en nombre de los cuales parece que debiera fomentarse cualquier reivindicación, por más absurda que parezca.

Mientras tanto, recitamos largas peroratas discursivas que nos alejan más y más de los principios que debieran regir en una sociedad que procure mejorar su standard de vida, combatiendo simultáneamente el flagelo de la ignorancia y la incultura.

Quizá en ello radique nuestra palpable desesperanza actual: la voz de la realidad es lo suficientemente sonora como para indicarnos que ningún esfuerzo fructifica si el combate por un futuro mejor choca contra una manifiesta incapacidad de comprender cómo somos y en qué nos hemos convertido.

La ignorancia solo justifica el progreso a través de una contienda donde uno mata y el otro muere. En esa tarea se hallan empeñados los Moyano, los Moreno, los Kirchner y algunos otros prominentes representantes de la “izquierda champagne”.

Nada más triste y sobrecogedor.

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