LA DIALÉCTICA DE LA CORRUPCIÓN
NotiAR - 08-Sep-10 - Opinión
por Omar López Mato
omarlopezmato@gmail.com
Quizás, y solo quizás, algún día podamos sanar las heridas de estos años.
Quizás (y Dios lo quiera, aunque haya dejado de ser argentino) podamos sortear el caos económico de subsidios, índices alterados, estadísticas truchas y mentiras aviesas que nos deja la presente administración.
Puede ser que en muchos años podamos revertir la decadencia generalizada que nos agobia.
Lo que mucho me temo es que no podamos revertir el manejo distorsivo que se ha hecho no solo de nuestra historia reciente sino de la pasada.
Basta mirar el manejo avieso que se ha hecho sobre la inevitable comparación entre el CENTENARIO y este deslucido BICENTENARIO.
A pesar de la innegable superioridad del país de 1910 con el que nos toca hoy sufrir, los escribas del progresismo se deleitan en señalar la fallas de aquel entonces -los déficit de la democracia y los problemas sociales- que no eran privativos de la Argentina, sino que era la característica común del mundo. Pellegrini bien lo refiere en su último discurso cuando hace referencia al “5 dollars vote” de los americanos o el costo sideral para sentarse en una banca en la cámara de los Comunes en Inglaterra.
Nuestros problemas sociales eran iguales a los que sufría Europa, de hecho menores por que los italianos, españoles, franceses y alemanes veían a la Argentina como un país de esperanza.
Pero esta perspectiva no basta para atemperar el espíritu progresista. Para ellos el Centenario fue una fiesta de las elites, aunque no puedan explicar la multitudinaria concurrencia de personas de todos los orígenes que se reunían para cantar el Himno, o recibir a la Infanta Isabel como bien nos cuenta Daniel Balmaceda en su libro “Biografía no autorizada de 1910“, libro que recomiendo calurosamente.
Es que los historiadores progre incurren en una falacia flagrante: analizan la historia con el diario del lunes. Jamás contemplan los acontecimientos con los criterios imperantes de esa época sino con los del presente.
El estudio de los acontecimientos históricos implica analizarlos bajo los criterios y circunstancias imperantes en el momento, con la tecnología disponible entonces y los cánones morales de esos días. Moralidad viene de Mores, costumbre. Ética viene de Ethos que también se puede traducir como costumbre.
Las costumbres que imperan en una época y en un lugar son las que marcan las pautas de conducta de una sociedad y NO las que tiene el historiador, cómodamente sentado en su escritorio años o siglos más tarde. No podemos acusar a los griegos y a los romanos de inmorales por sus conductas sexuales que nada tenían que ver con el recato judeo cristiano.
Otra tendencia progresista es invalidar toda la gesta de un personaje cuando este incurre, a los ojos del historiador, en pecados irreconciliables con sus principios. Por ejemplo la actual corriente historicista tiende a menospreciar la actuación de Martín de Álzaga por ser en primer lugar un rico comerciante y por haber sido esclavista, oficio no solo legal sino que, nos guste o no, fue una notable fuente de ingresos y progreso para los porteños.
Un desacierto, una contradicción o un exceso NO debe invalidar todas las opiniones de un personaje. Como los demás mortales esa persona tuvo sus luces y sus sombras, sus errores y aciertos. Hombres al fin, fueron víctimas de sus circunstancias, no solo sociales, sino personales.
Pero la búsqueda de la verdad no se encuentra entre las prioridades progresistas. La historia se convierte en una magnífica excusa para justificar sus razones extraviadas y construir una nueva memoria nacional donde, por el ejemplo, la épica conquista del desierto se convierte en un paseo de genocidas (curiosamente solo la de Roca parece haberlo sido, sobre la de Rosas, que exterminó muchos más aborígenes, guardan un sugestivo silencio).
Esta es la historia que les enseñan a nuestros hijos, donde interiorizan su mensaje con una visión incompleta y tergiversada de los hechos.
Es esta la historia que pasará de generación en generación como lo hizo el almibarado cuentito relatado en las aulas del Centenario para enseñarle a los hijos de los gringos, que a su vez le explicarían a sus padres, la génesis de este país abierto a los hombres de buena voluntad. Fin loable que se convirtió con los años en un estigma difícil de erradicar, una construcción maniquea de buenos lindando con lo seráfico y malos mefistofélicos.
La historia de los progre, como dice Alejandro Rozitchner “nos permitirá repetir viciosamente un fracaso conocido”.
En ella imperarán los mitos que bien ha descrito García Hamilton: la cultura del pobrecito, el triunfo de la dádiva sobre el trabajo, la dama que es generosa con la plata ajena y demás males del populismo, donde los delincuentes relatan miserias ajenas que les servirán de cuartada para justificar sus propios crímenes y ambiciones.
Convierten a la historia de esta forma, en el camino dialéctico de la corrupción.
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