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jueves, 30 de junio de 2011

LA JEFA



Por Vicente Massot

La idea, por estos días repetida hasta el hartazgo, según la cual Cristina Fernández habría postergado de manera ostensible al peronismo, en beneficio de los jóvenes de La Cámpora y de algunos otros recién llegados -sin más pergaminos que los de proclamar a los cuatro vientos su lealtad a la presidente- es no entender que Boudou, Mariotto, Larroque y Cabandié también forman parte de ese movimiento histórico en cuyos generosos pliegues caben todos: Carlos Menem y Hugo Moyano, Juan Manuel Abal Medina y Eduardo Duhalde, Graciela Camaño y Carlos Kunkel, Mario Firmenich y María Estela Martínez de Perón

Entre el viernes y el sábado pasados la viuda de Kirchner decidió encaramar a unos cuantos de sus incondicionales en puestos claves. -¿Porqué no habría de hacerlo? Obró, al respecto, en consonancia con las mejores tradiciones peronistas. ¿Acaso los postergados e ignorados de esas jornadas -José Pampuro, Hugo Moyano, Aníbal Fernández, Daniel Scioli y tantos otros- no habían aceptado sus reglas de juego cuando ingresaron al justicialismo?

En la Argentina basta confesarse peronista para serlo con pleno derecho, pero al traspasar la puerta de entrada -que siempre ha estado abierta para cualquiera- es necesario darle la bienvenida a la obsecuencia y al disciplinamiento.

En el multifacético movimiento creado por un coronel en 1945, se obedecen las órdenes y se acatan los mandatos del jefe. Sólo cuando el que manda desaparece o cuando el soberano no ejerce el poder como corresponde, los subordinados pueden levantar la voz y permitirse actos de independencia.

Cristina Fernández ha demostrado que, a la hora de imponer su criterio, no se anda con vueltas. Puso a Amado Boudou porque se le dio la gana. Si el comedido Daniel Scioli tenía dudas sobre quién manda en el país y en la provincia de Buenos Aires, la designación de Gabriel Mariotto le debe decir algo a esta altura.

En cuanto a Aníbal Fernández, que simulaba no darse cuenta de los puntos que había perdido hace ya rato, ahora sabe que su destino es una banca de senador. Para alguien con tanta ambición, resulta un premio consuelo. Claro que ha celebrado el anuncio como si lo hubieran ascendido. No vaya a suceder que termine quedándose sin nada.

Como él, el líder de los camioneros se contó también en el bando de los perdedores. Había soñado con poner a un hombre de su confianza en la vicepresidencia y poblar la lista de diputados nacionales con sindicalistas de estricta observancia y ha debido conformarse con unas migajas, apenas.

La señora -por si faltasen pruebas- ha puesto a parir a unos peronistas y ha encumbrado a otros. Aquéllos andan mascullando su rabia en lugares donde nadie los vea, de la misma manera que éstos no se cansan de celebrar su encumbramiento. La jugada se veía venir. Mentiría quien dijese que conocía los nombres consagrados, antes de los anuncios hechos el sábado a la tarde en Olivos. Lo cual no quita que, en caso de no haber sido Amado Boudou, el favorecido habría sido Abal Medina o Zanini o Randazzo. En una palabra, uno de los escuderos de la presidente.

Los planes que teje Cristina Fernández necesitan, para ser ejecutados en tiempo y forma, la presencia de quienes, más allá de su pertenencia al peronismo, confiesen su fe kirchnerista.

El peronismo agrupa a una cantidad innumerable de sectas ideológicas que, a través de su historia, se han impuesto por espacio de un determinado lapso de tiempo para luego desaparecer, sin dejar demasiados rastros de su existencia. ¿Quién se acuerda del vandorismo? -Nadie. ¿Qué significa hoy ser menemista? -Nada.

Pues bien, ahora la secta dominante es la kirchnerista y, en tanto dure su hegemonía, por primera vez en su largo derrotero impondrá su voluntad una mujer.

En este orden, podría decirse que, en ultima instancia, el poder de Evita tenía un inocultable rasgo vicario. Dependía del de su marido. En cuanto a Isabelita, nunca supo a ciencia cierta lo que era detentar la autoridad que el apellido del general, por sonoro que fuese, no podía darle.

Cristina Fernández, en cambio, no le debe nada a nadie. Al menos que esté vivo. Supo sortear con astucia la inesperada muerte de su esposo y rápidamente salir del segundo plano a la que estaba reducida aunque oficiase de presidente. En vida del santacruceño reinaba pero no gobernaba. Desde el 27 de octubre pasado, reina y gobierna a voluntad.

Sostener que el peronismo la mira con recelo no resiste el menor análisis. Al contrario, buena parte de sus barones -cierto que algo devaluados- la deben respetar como nunca, en mérito, precisamente, a la manera discrecional con la cual definió el candidato a vicepresidente, a vicegobernador de Buenos Aires, y las listas de diputados y senadores.

Los peronistas se inclinan ante el mandamás que actúa sin contemplaciones. Podrá disgustarle a Daniel Scioli o a Hugo Moyano el carácter despótico de la señora pero, en el fondo, mientras no tropiece con algún obstáculo insalvable, le rendirán honores.

Scioli era el único en condiciones de rebelarse. Tiene los votos y habría hallado no pocos aliados en caso de dar pelea, algo que -enterado de la humillación inflingida por la viuda de Kirchner- le ofreció Duhalde el viernes en horas de la noche. Sin embargo, al gobernador le falta cuanto le sobra a aquélla: decisión y osadía. El ex–motonauta es un timorato proverbial que -eso sí- ha sabido labrarse un nombre en la política y ha aprovechado, como pocos, su buena suerte.

Pero no se le pida un arresto de dignidad delante del desplante o la degradación de su superior. Carece por completo de esa virtud.

Moyano, por su parte, debe cuidarse las espaldas más que nadie en este momento. En la primera de cambios bien puede hacer las veces de pato de la boda. Cercado por la justicia y odiado por la opinión pública, sin el aval de Cristina Fernández no duraría un minuto en la CGT. Su poder no es el de antes y su principal valedor, Néstor Kirchner, esta muerto. Lo mejor que podía hacer, pues, era llamarse a silencio y aceptar mansamente el premio de latón oxidado que le otorgaban.

El peronismo debe estar siempre cerca del poder y de la caja. De lo contrario, se siente incómodo. Por eso se somete a los triunfadores y no tolera a quienes pierden. En tanto y en cuanto el oficialismo gane las elecciones presidenciales de octubre, nadie le pedirá explicaciones a la jefa.

Hasta esa fecha podrá hacer cuanto le venga en gana sin interferencias de parte de sus seguidores. No porque la amen sino porque sabe mandar y manejar la caja. Subordinarse, además, significa compartir los privilegios de los gobernantes, y como casi todos descuentan el éxito electoral del Frente para la Victoria, las voces disidentes no se harán escuchar.

Ganar, ¡de eso se trata! Cristina Fernández ha puesto de manifiesto que, con tal de salir airosa en la contienda electoral, resulta capaz de hacer cualquier cosa. Aliarse con Saadi y Menem es lo de menos. Si acaso la estrategia de campaña requiriese echar lastre, estaría dispuesta a borrar cien veces con el codo lo que antes escribió con la mano, jurando que era sagrado.

Ganar para la actual presidente no implica -al menos, no necesariamente- vencer a Mauricio Macri en la Capital Federal; al pacto radical-socialista en Santa Fe o a las fuerzas de Juez y de la Sota en Córdoba.

Por supuesto, son pruebas importantes pero, al mismo tiempo, ninguna es definitiva. La primera batalla decisiva será la del 14 de agosto y el desafío por delante es hacerle entender a sus seguidores la importancia de votar.

Porque ese día se substanciarán menos unas internas abiertas de difícil comprensión para la gente, que un anticipo de cuanto sucederá en octubre. Tanto para el oficialismo como para los distintos partidos del arco opositor, agosto puede significar su tumba o su pasaje a la ronda final con mayor fuerza.

El Frente para la Victoria deberá acreditar, ese día, que cuenta con 40 % de los votos que blasona o más. Ricardo Alfonsín y Eduardo Duhalde -los dos únicos competidores con chances de vencer al kirchnerismo- deberán, cada uno por su lado, demostrar que se hallan cerca del 30% que se requiere para forzar un ballottage. De momento son todas especulaciones las que se hacen respecto del caudal electoral de los contendientes del próximo mes de octubre.

Luego del 14 de agosto ninguna encuesta trasparentará mejor que esos comicios obligatorios, su verdadera envergadura.

Para el oficialismo sumar menos de 40 % tendría las características de una derrota y prendería todas las luces de alarma en el comando de campaña. Cualquiera entendería el mensaje de las urnas: la posibilidad de una segunda vuelta, de final incierto, se hallaría a la vuelta de la esquina. Superar el 40 % -como es de imaginar- plantearía, en cambio, el mejor de los escenarios imaginados.

En el campo de los opositores también hay un número emblemático: 30 %. Hallarse lejos de ese porcentaje importaría una verdadera catástrofe. Estar cerca, inversamente, sería como tocar el cielo con las manos.

Tanto Alfonsín como Duhalde entienden, aparte, que el tercero en la disputa de agosto deberá pensar muy bien si mantener su candidatura o dejarle el camino libre al segundo -descontando que Cristina Fernández obtendrá más sufragios que sus competidores- para facilitarle a éste la obtención del 30 % en octubre.

¿Se bajaría Duhalde de sus aspiraciones en caso de salir tercero? ¿Lo haría Alfonsín si él quedase en esa posición? Son algunas de las preguntas que comienzan a hacerse en los campamentos del radicalismo y del peronismo disidente.

Hasta la próxima semana.

Vicente Massot

Fuente: Massot / Monteverde & Asoc

Gentileza de Notiar

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