PEÑA PENA
PEÑA PENA
Por Julio Doello
Perdón, papá, por lo que voy a decir. Vos te esforzaste porque te saliera machito y yo hice lo que pude. Me dejé la barba, tuve cinco hijos y dos mujeres, hice deportes violentos, tuve amantes de las que ni siquiera recuerdo su nombre, frecuenté lupanares y, excluyendo mi debilidad por la literatura, no he tenido ninguna otra inclinación ambigua. Pero debo confiarte que me sigue emocionando la poesía y te confieso algo que seguramente hará que te revuelvas en tu tumba: he sentido un profundo dolor por la muerte de Fernando Peña. No pude resistir la tremenda pena que me produjo su partida. En realidad, me parece que me afectó su polémica con D’Elía, frente a un Lanata que fumaba y de vez en cuando tiraba, como por causalidad, algún "disparador". Porque uno de los dos interlocutores, el que me pareció más macho, hablaba con un tono resuelto y se oponía al odio, como me enseñaste, aunque mostraba su cabeza pelada mamarracheada por un fileteo “posmo” y, de vez en cuando, cruzaba las piernas con una delicadeza de emperatriz. Del otro, estaba un morocho de pelo crespo, con pinta de barrabrava y voz afeminada y amenazante, que defendía la noción de odio. Como si fuera un sentimiento capaz de concebir una sociedad más justa. Para colmo, sostuvo con convicción su derecho a propinarle mamporros a quien hiriera su hombría, como hizo con un chacarero de Gualeguaychú.
Vos sabes, papá, que Peña era puto y drogadicto y que, a veces, en su afán por transgredir, se convertía en una bataclana fané, pero el tipo tenía huevos para enfrentarse a la brutalidad extrema a puro verbo, seguramente superando su miedo a que a la salida del canal hubiera una jauría de batatas con la testosterona al palo dispuesta a castigar sus desviaciones ideológicas... y de las otras. Y para colmo solo, sin siquiera una cohorte de patovicas, vestidos de cuero, con pelos abrillantados, que pudieran defenderlo.
Así, papá, que, aunque te sientas defraudado, y sientas que ensucio la bandera argentina con la cual envolvieron tu cuerpo uniformado el día de tu muerte, me siento decididamente conmovido por la muerte de Fernando Peña y he decidido incorporarlo a mi galería de paladines de la masculinidad haciendo caso omiso a su esfuerzo por disimular con rimel su temple de guerrero.
Entre Luis D’Elía, lo que representa y lo que defiende, y Fernando Peña con su bocota suelta, su honestidad de espíritu y sus ademanes de madama, me he volcado a favor de Peña, aun arriesgándome a que mis amigos, quienes me sindican como un exponente claro del “sexo fuerte”, me sometan a las más crueles burlas, en las reuniones de los domingos en "Triana", un boliche de Pedro Goyena y Avenida La Plata, en el cual nos reunimos para discutir de fútbol y política.
Pero, querido viejo, no te asustes, las mujeres me siguen pareciendo deliciosas y conservo el buen hábito de enronquecer la voz cuando les disparo un piropo al oído, sólo que no puedo negar que el día que Peña se murió me sentí un poco raro. Tal es así que decidí seguir siendo peronista y no votar a nadie que esté cerca del odio, como D’Elía, para homenajear la memoria y el coraje de Fernando Peña.
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