PERONISMO Y TRIPLE A
Río Negro - 16-Jun-09 - Columnistas
El peronismo y la Triple A
por Aleardo F. Laría
El reciente fallecimiento del subcomisario Rodolfo Almirón, considerado el jefe operativo de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) actualiza un tema que no ha podido ser aún dilucidado judicialmente. Ninguna condena ha recaído en el proceso judicial abierto para determinar quiénes han sido los responsables de alrededor de 1.000 asesinatos -incluyendo varias desapariciones forzadas- ocurridos durante los gobiernos justicialistas de Juan e Isabel Perón (1973-1976). El juez Norberto Oyarbide declaró los secuestros y asesinatos de esa organización imprescriptibles por ser "delitos de lesa humanidad". Es decir que, con esa declaración, ha admitido implícitamente que el terrorismo de Estado se inició en la época del gobierno Perón-Perón, mucho antes del golpe militar del 24 de junio de 1976.
La investigación más sólida efectuada sobre el fenómeno de la Triple A corresponde al periodista Marcelo Larraquy, en su libro "López Rega, el peronismo y la Triple A" (Editorial Punto de Lectura). Es una obra fundamental para conocer los entretelones que explican las causas que permitieron que el peronismo incubara semejante monstruo. Larraquy ofrece una información pormenorizada de cómo el entonces ministro de Bienestar Social -y secretario privado de Perón- José López Rega incorporó a su custodia, en agosto de 1973, a Rodolfo Almirón y otro grupo de policías que habían sido expulsados de la fuerza por espeluznantes delitos consistentes en asesinar alrededor de 150 ex delincuentes con el único propósito de sacarles dinero. Un día antes de la asunción de Perón, Raúl Lastiri firmó el decreto para reincorporarlos oficialmente a la institución.
Relata Larraquy que el asesinato del dirigente de la CGT, José Rucci, producido dos días después de que Perón obtuviera el 62% de los votos en las elecciones del 23 de setiembre de 1973, irritó sumamente al jefe justicialista. La "Operación traviata", ejecutada por Montoneros, tenía el propósito de dar una respuesta militar a la participación sindical en la masacre de Ezeiza y fue también una forma de presionar a Perón. La respuesta de Perón consistió en aprobar, en una reunión del Consejo Superior Justicialista, el denominado "documento reservado" del 1 de octubre de 1973, por el que el peronismo se declaró "en estado de guerra" contra los "infiltrados marxistas del Movimiento" y dispuso "atacar al enemigo en todos los frentes y con la mayor decisión". A partir de la emisión de ese documento se registraron las primeras acciones aisladas de la Triple A, que tomaron enorme incremento luego de la muerte de Perón, el 1 de julio de 1974.
La primera acción armada en la que las tres A se adjudican la responsabilidad por escrito fue la bomba colocada al senador radical Hipólito Solari Irigoyen el 21 de noviembre de 1973, días después de que el senador votara en contra de una ley de Asociaciones Gremiales que favorecía la recaudación de las obras sociales de los sindicatos. Antecedente indudable del accionar de la Triple A fue la denominada "Masacre de Ezeiza" el 20 de junio de 1973, cuando un grupo de custodios del palco que esperaba la llegada de Perón, comandados por el coronel Jorge Osinde, disparó sobre las columnas de la "tendencia revolucionaria" de la Juventud Peronista y mató a varias decenas de militantes. Osinde había sido incorporado recientemente por Perón al Consejo Superior del Movimiento Justicialista y había dirigido en el pasado -en el primer gobierno del "general"- Coordinación Federal, un organismo de la Policía Federal donde se solía torturar a los detenidos. Al día siguiente de la masacre, Perón se dirigió por radio y televisión al país con una dura advertencia a los jóvenes que intentaban "infiltrarse" en el movimiento, haciéndoles saber que "cuando los pueblos agotan su paciencia hacen tronar el escarmiento".
Salvo un caso, todas las personas procesadas por el juez Norberto Oyarbide han ido falleciendo y la extradición de Isabel Perón, reclamada a España, ha sido rechazada por el gobierno de Rodríguez Zapatero. Debido a estas circunstancias no es posible ya confiar en un pronunciamiento judicial que esclarezca quiénes han sido los responsables últimos de la Triple A. Por consiguiente, las preguntas que se hace Larraquy -"¿Perón tenía conocimiento de la Triple A? ¿Por qué nunca, como jefe de Estado, ordenó una investigación?"- son cuestiones que quedan abiertas al debate de investigadores e historiadores.
Sin embargo, acontecimientos de tanta gravedad merecen una reflexión política más profunda. Cuando se conocieron los pormenores de las circunstancias anecdóticas que hicieron que un sargento retirado de la Policía Federal, escritor de libros esotéricos, se convirtiera en el hombre más influyente del peronismo; que se designara vicepresidenta de la Nación a una mujer cuya experiencia política consistía en haber bailado en cabarets; que Raúl Lastiri fuera designado diputado y luego presidente de la Cámara de Diputados gracias a un ruego de López Rega a Cámpora -argumentando que padecía un cáncer terminal-; o que Licio Gelli, líder de la Logia P-2, designara varios ministros del primer gabinete justicialista, no es posible atribuir todos estos hechos a la mera casualidad. Algún grado de influencia habrá tenido nuestro sistema institucional -basado en un presidencialismo cuasi monárquico- para que se reprodujeran todos los rasgos que caracterizaron a las monarquías absolutas y el predominio que alcanzaban allí algunos bufones de la corte.
Los argentinos no hemos avanzado mucho en la consideración crítica del clima palaciego que alimentó hechos monstruosos como el surgimiento de la Triple A. Los modos cortesanos de entender el ejercicio del poder no han variado. Desde cuestiones como el uso de aviones oficiales para los desplazamientos privados o la designación de familiares y amigos en puestos públicos, hasta temas mayores, como la imposición arbitraria de medidas en la gestión del Estado -tipo resolución 125- o las "ocurrencias" institucionales -tipo "listas testimoniales"- acatadas servilmente por el resto de la corte, nada ha cambiado. Con nuestro presidencialismo a cuestas, seguimos inmersos en una atmósfera más propia de las monarquías absolutas que de una democracia republicana. Como afirmó tempranamente Santayana, los pueblos que se niegan a conocer su historia están condenados a repetirla; aunque -añadía Marx- la segunda vez más bien como farsa que como tragedia.
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