EL ODIO AL CAMPO
Por qué odian tanto al campo
Facón y choclo. La dureza del campo es demonizada por Kirchner. Hay prejuicios contra el sector.
Por James Neilson
Ilustración: Pablo Temes
Si la Argentina fuera lo que la presidenta de jure Cristina Fernández de Kirchner y su marido, el presidente de facto, suelen llamar un país "normal", a ningún político en sus cabales se le ocurriría despotricar contra los productores rurales, tratándolos como ricos ingratos, enemigos del pueblo, pirómanos resueltos a asfixiar a sus compatriotas urbanos y provocar accidentes mortales en la ruta con el presunto propósito de intimidar al Gobierno. No lo haría porque le sería suicida. En Europa, América del Norte y Japón, se toma al granjero por una figura heroica que, además de encarnar las esencias patrias, es un dechado de virtudes tradicionales y por lo tanto constituye un ancla moral en los tiempos tumultuosos en los que nos ha tocado vivir. Puede que sea cuestión de una imagen romántica que se remonta a la Antigüedad –entre otros, Hesíodo, Horacio y Virgilio celebraban los méritos que atribuían al hombre del campo–, pero es una que sigue incidiendo profundamente en la política actual de los países más poderosos. Es en buena medida merced al respeto, para no decir reverencia, que sienten por quienes aún labran la tierra que la mayoría de los gobiernos del primer mundo se aferra a los esquemas proteccionistas antieconómicos que tanto han perjudicado a los países del tercero.
De más está decir que la Argentina es diferente. Para muchos, en especial para los tentados por el populismo, el productor rural resulta ser un personaje miserable, un "oligarca" holgazán que estaría más que dispuesto a dejar que los habitantes de las ciudades mueran de hambre si puede ganar más dinero vendiendo su carne o trigo a extranjeros para entonces trasladarse con su familia más una vaca lechera a París. Desde el punto de vista de quienes piensan así, la quema de pastizales que dio lugar a la densa nube de humo que durante algunos días cubrió a la Capital Federal, el conurbano, Rosario y otras partes del país, fue un típico acto de agresión oligárquico que ningún gobierno podría tolerar, de ahí la reacción furibunda de Néstor Kirchner y su esposa. Y puesto que a su juicio los ruralistas son inenarrablemente perversos, no vacilan en castigarlos, prohibiendo la exportación de carne o trigo, frustrando de este modo sus intentos de hambrear al pueblo.
Asimismo, les indigna sobremanera el auge de la soja, aquel "yuyito" que, según ellos, prolifera tan naturalmente como en otros tiempos se multiplicaban las vacas y los caballos. Por tratarse de maná caído del cielo sin que nadie tuviera que hacer nada, se dicen, las ganancias deberían ir directamente al "pueblo", es decir, a la caja que ellos manejan. A veces, brindan la impresión de querer prohibir la siembra de soja para salvar al país del peligro del monocultivo, pero en vista a que el yuyito les ha resultado ser una fuente fabulosa de ingresos que pueden gastar a discreción, es poco probable que vayan tan lejos.
Los prejuicios rabiosos de los Kirchner cuando piensan en lo malos que son los productores rurales, tendrán su origen en los escritos de ciertos polemistas nacionalistas que disfrutaron de popularidad en los años 60 y 70 del siglo pasado, los que a su vez se inspiraban en las doctrinas decididamente urbanas del marxismo, un credo cuyos cultores llevaron su odio hacia los campesinos hasta extremos horrorosos, asesinando a millones. Persuadidos de que para rescatarlos de la "idiotez rural" en que los suponían sumidos era necesario privarlos de sus tierras y encerrarlos en granjas colectivas, Stalin, Mao y compañía se las arreglaron para causar hambrunas masivas. Por fortuna, es escasa la posibilidad de que algo similar suceda en la Argentina, pero así y todo no sería demasiado sorprendente que el país pronto se viera constreñido a importar carne, granos y aves, a fin de impedir que los precios continúen aumentando en los supermercados y almacenes.
Mientras que en Europa abundan los autodenominados progresistas que deploran la industrializació n que afeó el paisaje bucólico de antaño, llenándolo de plantas manufactureras tenebrosas y satánicas, en la Argentina muchos están convencidos de que hay que apostar todo a la industria, de suerte que la función del campo consistirá en subsidiarla hasta que por fin los fabricantes locales estén en condiciones de competir con los yanquis, alemanes, ingleses, franceses, italianos, japoneses, chinos y coreanos. Es factible que la irrupción del ecologismo termine cambiando las cosas, puesto que las fábricas contaminan más que las chacras y estancias, pero aún no hemos llegado a esta etapa.
De todos modos, si bien Cristina jura haber superado la antinomia industria-campo por encontrarla anticuada y se le ha oído decir que el país está en condiciones de alimentar a por lo menos 500 millones de personas, a juzgar por su retórica reciente y por la de su marido, no tiene intención alguna de modificar el "modelo productivo" basado en dicha antinomia para adecuarlo a los tiempos que corren. Es una lástima. Siempre y cuando los precios internacionales de los alimentos y otros productos del campo no se desplomen a causa de una crisis financiera catastrófica o un estallido popular en China, en los años próximos la Argentina podría prosperar como nunca antes gracias a su capacidad envidiable para producir bienes agropecuarios exportables en cantidades colosales, pero no le será dado aprovechar la oportunidad que se ha presentado si el Gobierno –comprometido como está con actitudes adquiridas cuatro décadas atrás– insiste en tomar la exportación por una forma vil de traicionar al pueblo.
Los prejuicios ideológicos de los Kirchner y quienes los comparten, están ampliamente difundidos en la Argentina que, a pesar de su extensión y de su escasa densidad demográfica –es casi tan grande como la India, cuya población supera los 1.100 millones frente a los aproximadamente 40 millones que viven aquí– es uno de los países más urbanizados del mundo. Una proporción mayor, un 88,3% de sus habitantes vive en zonas urbanas, lo que supera los casos de Japón (78,9%), Francia (75,5%) y los Estados Unidos (77,4%). Esta particularidad puede imputarse al sesgo antirrural hispánico que influyó en la manera de colonizar sus territorios, privilegiando la concentración en pocas manos de la tierra disponible. Con el transcurrir del tiempo, mucho ha cambiado –la vieja "oligarquía" se ha dispersado, en Santa Fe y Entre Ríos el reparto se asemeja más al típico de los Estados Unidos, de ahí la militancia de los chacareros de la pampa gringa–, pero persisten las distorsiones ocasionadas por la preferencia generalizada, a historia muy larga, de vivir en las ciudades.
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