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miércoles, 14 de octubre de 2009

EL PIQUETE DE LOS PADRES




Rolando Hanglin
Pensamientos incorrectos
El piquete de los padres
Por Rolando Hanglin
Especial para lanacion.com

En este país donde todos hacen piquetes, cortan rutas y puentes, toman las instalaciones de algo o alguien, en una palabra, reclaman por sus legítimos derechos, nosotros también lo haremos. Somos los padres de la juventud (maravillosa) y se está gestando en nuestro ámbito un nuevo y aguerrido sindicato. Será de carácter global, como casi todo, ya que hemos hallado coincidencias con progenitores de España, Brasil, Francia, Estados Unidos y otras naciones.

Protestaremos enérgicamente y la lucha será hasta el fin, caiga quien caiga y cueste lo que cueste, aunque todavía no hemos decidido qué podríamos ocupar. Un militante sugirió que tomáramos las casas de nuestros propios hijos, pero encontró respuestas adversas. Respondió una mamá viuda que sus tres hijos varones no tienen casa, sino que viven en la de ella, de modo que la madre sólo podría ocuparles el dormitorio, que es un chiquero: "Prefiero seguir como estoy...de sólo pensarlo me da fiebre", concluyó la mujer.

Para fundamentar este movimiento de protesta, empezaremos desde cero. En la actualidad, tanto los jueces como los maestros, profesores, psicólogos y pedagogos nos culpan de todos los defectos de la juventud. "Los adolescentes son malcriados, haraganes, sucios, desamorados, inconstantes, desordenados, egoístas, caprichosos, ignorantes -dicen- y para colmo beben, se drogan y se atacan a navajazos. Pero... ¿dónde estaban los padres cuando se iban gestando estos jóvenes monstruos?".

Seguramente tienen razón. No olvidemos que nosotros también fuimos hijos: los primeros ingratos de la historia. Huimos de nuestros padres prematuramente, para disfrutar del sexo, la libertad y la plenitud. A los 25 años teníamos dos hijos y un primer departamento alquilado. Andando el tiempo, aquel nido paterno que nos resultaba asfixiante empezó a parecernos, sencillamente, cómodo y protegido. Quisimos volver, pero nuestros padres ya habían muerto. Hoy los jóvenes han corregido esta falla estratégica: vuelven mucho antes, o directamente no se van.

El caso es que maduramos como siempre lo ha hecho la especie humana: a las trompadas. Recorriendo un itinerario de errores y disparates, cometimos todos los excesos, dijimos todas las tonterías, consumimos todo lo indebido, fuimos infieles, fuimos mentirosos, trabajamos cuando no hubo más remedio y finalmente, con toda una vida vivida, aquí estamos. Somos los padres de los hijos.

¿Cuál es nuestro reclamo? Queremos que el Estado y la sociedad nos ayuden a comprender a nuestros hijos. Que los obliguen a amarnos. Ya que hoy día la sociedad es responsable última de todo (por ejemplo, de los crímenes de un violador, un homicida, un narcotraficante o un ladrón de bancos, quienes son sólo pobres víctimas de la mencionada sociedad), pretendemos que ella se haga cargo también de nuestro problema. ¡Que los constriñan a sostenernos en la vejez y a respetarnos en la madurez de nuestros dorados sesenta años! Será justicia, puesto que nosotros los hemos engendrado, alimentado y mimado por demás hasta hace muy poco. Y sobre todo porque nosotros también somos una consecuencia de la sociedad. ¿Por qué nosotros no?

Primera aclaración: cuando nosotros, los padres, ocultamos a nuestros hijos los detalles de la guerra sucia de los años 70, fue para no inundar sus frescas cabezas con imágenes de horror y muerte que ni siquiera nosotros podíamos digerir. Lo mismo se hizo después de Rosas (en 1853) y después de la Guerra del Desierto (1880). Ocultar los detalles, un poco por vergüenza, otro poco por posar de civilizados, otro poco para iniciar una nueva etapa sin barbarie y, sobre todo, básicamente... Porque nunca hemos sabido a ciencia cierta lo que estaba bien y lo que estaba mal. ¡Todo es tan relativo! De modo que preservamos a nuestros hijos del conocimiento de historias truculentas: era mejor verlos jugando con la PlayStation, o mirando videos, o acudiendo a festivales de rock con los ojos nublados de porro. Pero no les aconsejamos que se abstuvieran de leer libros: al contrario. Y sin embargo vemos que, a pesar de los buenos colegios que hemos pagado (¡y cuánto!), no ha pasado por sus m anos un solo libro. Así es que sólo teclean micro-mensajes en sus patéticos telefonitos, donde escriben "así" con la letra "c" y "entonces" con "s", y en lugar de "bah", ponen "va", del verbo ir. ¿Esto les enseñaron sus expertos profesores, tan amigos de tomar conciencia y de "hacerse cargo"?

Vemos en nuestros hijos la peligrosa noción de que todo lo que los rodea es antiguo, ajeno, absurdo. Incluso los personajes y temas más recientes, para ellos son antiguos: Jorge Luis Borges, Carlos Monzón, la Guerra de Malvinas, Perón, el juego de las esquinitas, Alberto Olmedo, Tarzán, los Beatles, la leche chocolatada. Todo es muy antiguo, tanto es así que nos miran incrédulos. No pueden creer que estemos hablando de un debate sobre la enseñanza laica y la enseñanza libre, un increíble, absurdo y vetusto dilema que se estableció hace siglos... en 1959. ¿Para qué hablar, entonces, de los Espartanos, del Teorema de Euclides, de Charles Darwin, de la doma del potro criollo, de los mayas, incas y aztecas, de Molière, de Pitágoras o de Shakespeare? ¡Son incurablemente antiguos, ni siquiera puede asegurarse que hayan existido!

Nuestros hijos han llegado a la conclusión de que todo es "obvio". Los valores y los instintos, las crueles verdades, el amor y el odio, los sentimientos, los recuerdos, las mentiras piadosas. Obvio. Normal. Lógico. ¿Qué cazzo será tan obvio, que nosotros no acertamos a verlo? En la sociedad del conocimiento, de la cual nosotros estamos excluidos por edad, nuestros hijos han preferido no-conocer. El mundo real, para sus mentes jóvenes, se limita al funk, el punk, el hip-hop, el chat, el honky-tonk, el spam, el gym, el step, el bullying, el pogo, el Google y el Facebook.

Las revistas, la televisión y los psicólogos de pacotilla les han enseñado una serie de nociones que usan a manera de garrocha, para saltar sobre los padres. Por ejemplo: "Yo no te pedí nacer"; "Algo habrás hecho para que yo salga así"; "No toques mi habitación, está desordenada pero el desorden es mi orden"; "Dentro de mi cuarto yo puedo dormir con mi novio y fumar marihuana, en uso de mi libertad". Eventualmente: "Sólo estoy abriendo la heladera para servirme una miserable pata de pollo y un botellón de Coca-Cola... ¿Tanto te importa el dinero?". Si osamos cuestionar sus sagrados fueros, seremos acusados de "fachos", "represores" y en última instancia de viejitos, candidatos a una inminente internación en el geriátrico.

Llegados a una adolescencia que abarca hasta los 40 años, nuestros hijos integran el batallón de los jóvenes Ni-Ni. O sea: ni estudian ni trabajan. A veces inician una carrera ambiciosa: ingeniería electrónica o arquitectura naval. Pero una vez que se reciben caen en estado de pasmo y se estacionan en sus habitaciones pensando qué hacer a continuación. Ni casarse, ni trabajar, ni ejercer la profesión. ¿Qué otra cosa?

- ¡Ah, ya sé!- exclama el adolescente de 35 con un arrebato de euforia- ¡Me voy a dedo al Machu-Picchu!

Otros inician carreras cortas, de salida laboral asegurada, pero en realidad lo único asegurado es que no van a trabajar jamás de "chef" (tres años en instituto de fama mundial) o "asistente de diseño de indumentaria" (dos años en academia privada) o bartender, o counselor, o assistant manager, o grafólogo, o licenciado en ikebana, o astrólogo del horóscopo maya. Son coartadas de algunos años para no trabajar, manteniendo el mimoso status de estudiante.

Nuestros hijos se han habituado a pedir, pedir, pedir, y una vez extinguida la alforja (o la paciencia) de papá, le piden al Estado, al Ombudsman, a los Organismos de Derechos Humanos, a las ONG o a Greenpeace -por decir algo- un subsidio, una beca, un sueldo para financiar sus ilusiones y pagar el alquiler.

Se han acostumbrado a vivir en la queja. Como dice el tango "Cambalache", de Enrique Santos Discépolo: "El que no llora no mama y el que no afana es un gil".

Puesto que así son las cosas, nos encontramos en pie de guerra. Ya estamos coleccionando garrotes para amilanar a los ciudadanos, neumáticos para incendiar en las esquinas, mochilas llenas de piedras destinadas a pulverizar vidrieras, e incluso pasamontañas para desarrollar enmascarados nuestra acción militante: ¡Nunca se sabe donde se esconden, para identificarnos mediante cámaras digitales, los agentes de la CIA o el Mossad! La segunda opción sería taparnos el rostro con un pañolón o trapo de guerra, a la manera de los palestinos, pero podríamos desmoronarnos en un ataque de tos.

Y en este caso no llegaría a tiempo la ambulancia del SAME, puesto que tenemos la calle bloqueada. Son contingencias de la Jihad.


Tags: Rolando Hanglin , adolescentes, padres

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