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sábado, 11 de abril de 2009

EFECTO POST MORTEM


Revista Noticias - 11-Abr-09 - Opinión

http://www.revista-noticias.com.ar/comun/nota.php?art=1969&ed=1685

Tesis
El efecto post mortem

ALFONSINAZO. El masivo duelo ciudadano envalentonó a la UCR y preocupa al Gobierno.

por James Neilson
Allá arriba, donde acaba de tomar su asiento en el gran comité celestial, Raúl Alfonsín ya está intercambiando opiniones con Hipólito Yrigoyen, Leandro Alem y otros próceres radicales sobre los esfuerzos de sus correligionarios y de quienes no lo son por entender el significado político de su sorprendente carrera póstuma. Luego de veinte años en que, como solía confesar con una mezcla de resignación y extrañeza, muy pero muy pocos hubieran soñado con votarlo nuevamente, Alfonsín volvió a ser el caudillo arrollador de 1983. Por algunos días, fue el político más popular, más venerado y, tal vez, más influyente del país. Hasta sus adversarios lo exaltaron como un dechado de virtudes cívicas, llamándolo el "padre de la democracia", afirmando que fue un hombre honesto, como si se tratara de algo excepcional en estas latitudes, subrayando que fue respetuoso de las opiniones ajenas, en resumen, que fue un estadista cabal. ¿Incidirá Alfonsín en las elecciones legislativas de fines de junio? De haber vivido tres meses más, su influencia hubiera sido nula, pero los hay que esperan -o temen- que su muerte lo haya transformado en un dirigente capaz de torcer el rumbo de la historia.

La despedida multitudinaria de los restos de Alfonsín se asemejó en cierto modo a la que se brindó a los de Yrigoyen 76 años antes. En ambos casos, el velatorio y el sepelio dieron tanto a sus partidarios como a muchos que siempre lo habían criticado, a menudo con crueldad, un pretexto irresistible para protestar contra sus sucesores, acusándolos de carecer de las cualidades valiosas que atribuyeron al recién fallecido. En 1933, una proporción llamativa de la ciudadanía se movilizó contra el golpismo y el conservadurismo de una de las muchas "décadas infames" que experimentaría el país; la semana pasada, los bisnietos de aquellos manifestantes enviaron un mensaje similar a los Kirchner que representan un estilo público, uno autoritario, arbitrario y agrio, que es muy distinto del encarnado por el Alfonsín de la memoria popular.

El "efecto Yrigoyen" ocuparía un lugar destacado en la mitología nacional -aquí, las despedidas pueden llegar a ser apoteósicas-, pero la verdad es que cambió poco. ¿Será igualmente testimonial, por decirlo de alguna manera, el "efecto Alfonsín"? Es posible. Por cierto, algunos intentos de los radicales de aprovechar el desborde emotivo, entre ellos el supuesto por el protagonismo repentino de su hijo Ricardo que se parece mucho a su padre, rayaron en lo ridículo; es de suponer que los dirigentes más realistas ya se hayan dado cuenta de que les sería contraproducente apostar a que los homenajes dedicados a Alfonsín puedan beneficiar electoralmente a sus familiares. Tampoco ayudarán mucho a quienes debieron su papel en el fragmentado movimiento radical a su proximidad al caudillo, ya que pocos los consideran custodios de la "ética" que a juicio de quienes están reivindicando con unción la trayectoria de Alfonsín es la parte más sustancial de su legado al país.

Tal y como están las cosas, el más beneficiado por la metamorfosis casi instantánea pero, desgraciadamente para él, post mortem, de Alfonsín en un gigante de la política nacional será el vicepresidente Julio Cobos. El choque asestado por los acontecimientos que siguieron al fallecimiento a los 82 años del "padre de la democracia" resultó suficiente como para obligar a los mandamases radicales a pensar en cómo adaptarse a un panorama que, -¡vaya paradoja!- les parece mucho más prometedor que aquel que los enfrentaba antes de las ocho y media de la tarde del día final de marzo. Puesto que según las encuestas, Cobos es el dirigente más popular del país, pero le falta un vehículo político nacional, mientras que la UCR es dueña de uno bien aceitado pero le falta un conductor que pudiera tener alguna posibilidad de triunfar en las próximas elecciones presidenciales, la reincorporación del dirigente descarriado les convendría a todos. Desde luego que el regreso de Cobos provocaría muchos problemas, ya que significaría la postergación de una cantidad de esperanzados, además de la necesidad de convivir por un rato con el hecho desopilante de que el jefe de la oposición tuviera que desempeñar esporádicamente el papel de jefe de Estado, pero dadas las circunstancias sería la única alternativa sensata.

A partir de su muerte, Alfonsín simboliza la honradez, la decencia y muchas otras virtudes que, según parece, "la gente" quisiera ver más respetadas por los políticos actuales, pero sucede que a pesar de la reputación así supuesta, antes de su muerte ni él ni sus correligionarios disfrutaban del favor del electorado. ¿Será que la mayoría abrumadora toma en serio aquello de que "roba pero hace", que los mismos que están llorando por Alfonsín dan por descontado que las personas decentes son dignas de adulación pero que sería suicida confiarles el gobierno del país? Es de esperar que no, pero a juzgar por los resultados electorales de los años últimos, escasean los que se preocupan por detalles como la honestidad de los distintos candidatos o su presunto compromiso con el espíritu y la letra de la Constitución Nacional.

Alfonsín mismo contribuyó al abandono de fe en "la ética" que se ha hecho tan notable en la política argentina. Lo hizo precisamente porque fue recordado como un mandatario insólitamente honesto pero fracasó de forma tan catastrófica en el manejo de la economía que su sucesor, Carlos Menem, pudo informarnos una y otra vez que había heredado "un país en llamas". Puesto que la imagen pública de Menem y de sus compañeros, incluyendo a los Kirchner, no se parece para nada a la de Alfonsín, se instaló la noción de que en el fondo la rectitud es incompatible con la gobernabilidad, que lo que la Argentina necesita es un presidente astuto que sea capaz de hacer virtualmente cualquier cosa que lo ayude a alcanzar sus objetivos.

En el corto plazo, la entronización así supuesta de la picardía criolla puede parecer realista, pero en el mediano, y ni hablar del largo, las consecuencias suelen ser desastrosas. La razón principal por la que la Argentina, a diferencia de países como México y Brasil, tendrá que valerse por sí misma mientras dure la gran crisis internacional consiste en que nadie confía en sus gobernantes. Tal actitud puede comprenderse: parecería que el desprecio por los contratos, la voluntad de estafar a los inversores falsificando los números económicos y la costumbre de apoderarse de cuanto peso o dólar ande suelto, de ahí a la apropiación de los fondos jubilatorios privados, están inscritos en el ADN de la clase política nacional. Por lo tanto, un poco más de "ética" sería bueno no sólo por motivos morales sino también por otros descarnadamente prácticos.

Pues bien: los radicales y quienes se formaron en su movimiento para entonces alejarse enojados por el dogmatismo de Alfonsín, creen que la ciudadanía les ha dicho que siente tanta nostalgia por las esperanzas de más de un cuarto de siglo atrás que estaría dispuesta a darles una nueva oportunidad. Para merecerlo, empero, tendrían que convencerla de que han aprendido no sólo de los méritos imputados a Alfonsín sino también de los errores que le supusieron un boicot electoral que duró dos décadas, una suerte de exilio interno en que la mera mención de su nombre pudo costarles votos. Si el ascenso vertiginoso y la caída espectacular, en medio de saqueos e hiperinflación, de Alfonsín nos enseñaron algo, esto es que para gobernar bien la Argentina, se requiere no sólo ser una persona amable e inteligente, sino también un realista consciente de la gravedad de los problemas nacionales y de lo extremadamente difícil que sería superarlos. Si en diciembre de 1983 Alfonsín estuviera sinceramente convencido de que, para compensar al pueblo por lo que había sufrido bajo la dictadura militar, le correspondía aumentar el poder de compra de todos, se engañaba a sí mismo. Si Alfonsín hablara así por razones políticas, engañaba a los demás. De todas formas, las promesas que lo habían ayudado a llegar a la presidencia con un capital político tan abultado que, bien administrado, podría haberle dado la posibilidad de "cambiar la historia", hicieron previsible que su gestión terminara en lágrimas como en efecto sucedió.

Merced en buena medida al respeto que sentían por el hombre que por primera vez les permitió derrotar a los peronistas y que había impulsado el juicio a los responsables de la guerra sucia, los radicales jamás procuraron analizar con frialdad el porqué del hundimiento de la economía y, con ella, de su propio partido. Lo mismo que los Kirchner, prefirieron atribuirlo a una siniestra conspiración en su contra, un "golpe de mercado", como si esto sirviera para explicar todo. ¿Estarían preparados los herederos de Alfonsín para ofrecerle al país más que buenas intenciones, promesas utópicas y un presunto compromiso con ciertos valores éticos en el caso de que les toque aspirar de nuevo a ubicar a su líder en la Casa Rosada? La respuesta a dicho interrogante no sólo afectará a las perspectivas electorales de un movimiento que se siente remozado por la muerte del caudillo más notable de los años últimos. También podría servir para echar luz sobre los avatares futuros del país.

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