AUTOPSIA
perfil - 12-Abr-09 - Columnistas
por Pepe Eliaschev
Como no cesa ni habrá de menguar en las próximas semanas la borrasca permanente a la que se acostumbró el país, pensar es urgente e indispensable. Hay que afrontar la cultura de la emergencia y la calamidad, para razonar con más vuelo.
Un país sacudido por el cambio constante de las reglas de juego ejecutado por un gobierno cuya imprevisibilidad es sistema, debe comprender urgentemente no sólo qué pasa, sino por qué está sucediendo lo que vivimos hace más de un lustro. La Argentina es gobernada hoy por gente que actúa con unos códigos que es imprescindible explicitar. El adversario, que para la mirada oficial es un enemigo, no sólo no es respetado por el Gobierno, sino que es sencillamente ridiculizado. La chanza fácil, la broma gruesa, el clima de vodevil para describir a quienes disienten, son la quintaesencia de una praxis orientada a obliterar todo lo que se les opone.
Para la mirada que proviene del gélido Calafate profundo, no existen agrupaciones o ciudadanos que piensen diferente. Los Kirchner tienen una pétrea convicción en la condición militar de la política, como un ejército en guerra. El poder oficial se muestra como tropa confrontando "enemigos". Su única opción es derrotarlos, sin ceder nada. Nada hay en los "diferentes" que merezca ser atendido o considerado y, por eso, cuando la Presidenta le pide ideas a la oposición, ella sabe mejor que nadie que lo último que estaría dispuesta a admitir serían opiniones diferentes a las de su marido y ella. La socarronería pedante y soberbia del oficialismo hacia disidentes y opositores proviene de un viejo componente del setentismo más virulento: no ser "del palo" es un delito de lesa humanidad. Para el enemigo sólo reservan un desdén profundo e incurable, empapado de odio recalentado.
El actual poder argentino responde con despecho a críticas y contratiempos, no sólo desde diciembre de 2007, sino desde la inauguración del gobierno de quien sólo pudo llegar al cargo de la mano y por la decisión de Eduardo Duhalde. Ese despecho es otra forma de la jactancia: lo expresa un aparato de poder que padece profundo malestar ante quienes no se "disciplinan".
El método central es de ramplonería notable y, sin embargo, a él se someten los oficiales del estado mayor kirchnerista. Una y otra vez, sin temor alguno a abrumar a una ciudadanía exhausta de tantas vueltas, operan desde la magia primitiva de los golpes de efecto. Nocturnos o bizarros, desde extramuros o por cadena nacional, reiteran lo que hacen mejor que nadie: sorprenden, madrugan, asombran, provocan estupefacción, descolocan.
Aman lo que hacen, adoran su -para ellos- virtuosa capacidad de "transgredir", ese verbo nefasto que la Argentina venera. El problema es que jamás advierten al público que lo de ellos "puede fallar", como siempre hacía Tusam, el mentalista.
La búsqueda del impacto es una clara subestimación de la inteligencia del pueblo. Abroquelados en la convicción de que sólo se puede gestionar sorprendiendo, revelan que su opinión de la sociedad es devastadoramente peyorativa, y que sólo los débiles o necios son previsibles. Una cortina de espesa oscuridad cubre los hechos oficiales. La destrucción de la credibilidad del INDEC fue deliberada, consciente y entusiasta, obra de un gobierno que se considera lo suficientemente omnipotente como para armar un escenario artificial de datos tan persuasivo que convenza al pueblo de que las cosas no son como las vive, o como las presenta el periodismo, sino como el Gobierno dice que son.
Este encubrimiento de datos y documentos fehacientes es una estafa colosal. Sus proyecciones últimas se sentirán en plenitud mucho después que los Kirchner hayan completado su mandato. Una cruenta inversión de hechos y conceptos ha convertido a este matrimonio de millonarios en los más parlanchines difusores del odio a los ricos. En boca del matrimonio presidencial se materializa un sortilegio notable: hablan de codicia, avaricia, mezquindad e intereses aviesos, como si sus vidas y patrimonios fuesen de ejemplar frugalidad. Amantes explícitos de los bienes raíces y dueños de una fortuna financiera considerable, estigmatizan a quienes tienen dinero y defienden intereses, como si ellos fuesen pobres.
Propician de manera abierta la descalificación de esa burguesía que no controlan, pero desde una retórica solidaria que nunca efectivizaron en su dilatado paso por la política argentina. En ese sentido, plasman un formidable paradigma de hipocresía extrema: ni su pasado, ni su presente, ni sus bienes, ni sus intereses son demasiado diferentes del mundo de millonarios que dicen despreciar, pero del que participan activamente en sus dorados refugios.
Viga maestra de este modo de gobernar que hoy existe en la Argentina es el culto a una improvisación ya casi proverbial en la adopción de decisiones. Seis años después de 2003, el país no sale de la emergencia estructural y no zafa del corto plazo implacable. Operativos, planes, proyectos, anuncios y convocatorias desembocan en promesas jamás concretadas, y no sólo por mera maldad, sino -sobre todo- por evidente incompetencia gerencial. Cuando no proclaman planes desaforados, recurren directamente a abiertas falsedades o estrambóticas interpretaciones, que funcionan de similar manera. Los enunciados son de una frescura desconcertante, aunque evidentemente no son sinceros.
¿Por qué tamaña audacia? Todo sucede como si, para la praxis gubernamental, distorsionar fuera inevitable, padecimiento al que en la vida individual se llama mitomanía.
Similar procedimiento se usa para ocultar o manipular información pública y gestiones oficiales que deberían ser de acceso público. Un sistema radial tan férreo como el kirchnerista no sólo deja de lado a los ciudadanos, sino que ignora y excluye a las líneas administrativas y políticas de las que se nutre una conducción.
Ausentes, omitidos, suprimidos, quienes forman parte de este gobierno parecen fantasmas a quienes periódicamente los sacude una revelación desde el poder, de la que se notifican como mortales habitantes del anonimato. Los sorprendidos somos todos, nosotros y ellos, las segundas y terceras líneas, siempre con el corazón en la boca. El poder, abroquelado en un coto mínimo y blindado, cachetea al ciudadano de a pie, así como a ministros o secretarios, manera omnímoda de conducir que revela profundo y esencial desprecio por el "común", exhibición de un despotismo que ni siquiera es ilustrado.
Sarcásticos, desdeñosos, hirientes, desconcertantes, ilusorios, exhiben una llamativa autoestima, convencidos de su supremacía y ciegos a las evidencias de una realidad que, más temprano que tarde, les deparará algunas lecciones. Obran como si fueran eternos e inoxidables.
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