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viernes, 3 de abril de 2009

CUANDO LA VIRTUD NO BASTA


Río Negro - 03-Abr-09 - Opinión

Columnistas
Cuando la virtud no basta

por James Neilson
Aunque Raúl Alfonsín fue un político habilidoso -en ocasiones, casi maquiavélico- que era tan capaz como el que más de hacer tropezar a un rival, los muchos que están homenajeándolo prefieren hacer hincapié en su compromiso con los valores éticos que nunca dejó de reivindicar. Nos recuerdan que siempre fue fiel a la democracia, respetuoso para con sus adversarios aun cuando ellos no lo merecieran y, sobre todo, que no robó. Lo mismo que otro mandatario radical, Arturo Illia, Alfonsín murió relativamente pobre porque, además de ser honesto, sintió escaso interés por la acumulación de bienes materiales que tanto obsesiona al grueso de los políticos profesionales cuya codicia se debe a su vaciedad espiritual. A su modo, se aproximó al viejo ideal romano del gran hombre que, luego de salvar a la República de los peligros que la acechaban, volvería a su chacra austera sin esperar ser premiado por sus servicios. El ideal así supuesto es especialmente atractivo en épocas signadas por la corrupción generalizada y la impunidad insolente.

Tales características le aseguraron a Alfonsín un papel muy especial en la vida pública del país y su transformación en un ícono de la virtud cívica, razón por la que su muerte ha dado lugar a una manifestación notable de afecto popular a la que adhieren, tal vez con sinceridad, muchos que no soñarían nunca con procurar emularlo, pero no resultaron ser suficientes como para permitirle frenar la declinación nacional. Si bien los aciertos de su gestión, de los que el más memorable fue impulsar el juicio histórico a los máximos responsables de la atroz guerra sucia, fueron muchos, tuvo que abandonar el poder cinco meses antes de la fecha prevista al verse desbordado por una crisis económica inmanejable.

Acaso el mayor error que cometió Alfonsín, uno que lo condenó de antemano al fracaso, consistió en creer que lo que el país necesitaba luego de los horrores de la dictadura militar era un gobierno bondadoso dispuesto a recompensar al pueblo por sus sufrimientos mejorando en seguida sus ingresos. En vez de decirle que por ser tan terrible "la herencia" no tendría más alternativa que exigirle por varios años una disciplina férrea, o sea, "un ajuste", dio a entender que había llegado la hora de relajarse. Poco antes de iniciarse la gestión radical, el futuro ministro de Economía, Bernardo Grinspun, anunció que comenzaría su trabajo ordenando un aumento "real" de salarios para todos y que no permitiría que los problemas planteados por la deuda externa interfirieran en el consumo. Por seis meses, no habría medidas "recesivas". Otro aporte de Grinspun fue mofarse de la inflación, que pareció tomar por un cuco inventado por neoliberales resueltos a depauperar a la gente.

Por su parte, el para entonces ya flamante presidente Alfonsín pronunció en Ensenada un discurso extraño en el que -como años más tarde haría a su modo el sindicalista Luis Barrionuevo- afirmó que si tanto los argentinos como los extranjeros desistieran de robar, el país pronto tendría un ingreso per cápita entre los diez más altos del planeta, lo que en aquel momento lo hubiera ubicado por encima del alemán y el japonés y muy cercano al estadounidense. Tal "estrategia" hubiera tenido sentido si el régimen militar y los gobiernos peronistas que le abrieron la puerta se hubieran hecho notar por su extrema mezquindad ahorrativa, pero dadas las circunstancias difícilmente pudo haber sido más irracional. También fue irracional la convicción difundida entre los radicales y los militantes de movimientos afines de que por haber sido tan desafortunados los resultados del manejo de la economía por los militares habría que hacer todo al revés, es decir, emprender un "giro de 180 grados". Felizmente para ellos, cuando les tocó reemplazar al régimen de Augusto Pinochet, los demócratas chilenos comprendieron que el asunto no era tan sencillo.

De todas maneras, aunque la realidad ingrata -la Argentina estaba en quiebra- pronto se encargaría de enseñarle que sólo se trataba de una fantasía, Alfonsín no sería el último presidente en suponer que la mejor forma de superar los obstáculos en el camino era negar su existencia. Tampoco fue el primero. Con muy pocas excepciones, desde comienzos del siglo pasado todos los mandatarios argentinos, incluyendo a la actual, han caído en la trampa supuesta por el voluntarismo, acaso por sentir que los problemas económicos del país son tan profundos y están tan arraigados que hacer un esfuerzo serio por enfrentarlos les sería suicida. Al fin y al cabo, siempre es más fácil mantener cruzados los dedos, apostar a que esta vez todo sí salga bien, y, por las dudas, prepararse para atribuir la eventual debacle a la malignidad de quienes por motivos oscuros no quieren que la Argentina se levante más. Así, pues, cuando todo se vino abajo, Alfonsín y sus colaboradores más íntimos se proclamaron víctimas de un "golpe de mercado".

Desde hace muchos años, el vaivén político ha supuesto la alternancia de gobiernos buenos, respetuosos de la ética y de los derechos ajenos con otros que son corruptos, autoritarios y, en algunos casos, brutales. Parecería que los polos así calificados han importado mucho más que los de "derecha" e "izquierda" que suelen emplearse. El encabezado por Alfonsín militó en el lado "bueno" del espectro, a diferencia del actual que a juicio de una proporción significante de la ciudadanía se destaca por su corrupción y la prepotencia de sus dirigentes, de ahí el tono antikirchnerista de muchas de las manifestaciones de dolor por la muerte, a los 82 años, de un ex presidente cuya conducta pública era llamativamente distinta de la favorecida por el matrimonio santacruceño.

Es como si el país se sintiera constreñido a elegir entre la virtud presuntamente ineficaz representada por Alfonsín, Illia y algunos otros, personas que tendrían sus méritos pero no estarían en condiciones de garantizar "la gobernabilidad", y el pragmatismo amoral pero "realista" de quienes insinúan que su desprecio apenas disimulado por ciertas normas les permitirá solucionar con rapidez los problemas nacionales. A juzgar por los resultados concretos de una larga serie de gestiones, aun cuando la integraran hombres y mujeres honestos y bienintencionados, ningún gobierno podrá lograr nada permanente a menos que el apego a la ética se vea acompañado por la conciencia de que sería peor que inútil subordinar todo a las esperanzas de la mayoría ilusionada, pero serán todavía mayores los perjuicios provocados por los cínicamente pragmáticos que, entre otras cosas, suelen ingeniárselas para desprestigiar el realismo con el que se pretenden comprometidos.


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