MONÓLOGOS
HUMOR POLÍTICO
Cristina y sus monólogos
Por: Alejandro Borensztein (hijo de Tato Bores)
Fuente: Arq y productor de TV
Antes que nada, Compañera Jefa, quiero aclararle que yo no sé nada de ciencias económicas ni de ciencias políticas. Aunque por lo que he visto y oído estos días, creo que no soy el único. De lo que sí puedo hablar con alguna autoridad es sobre el arte del monólogo, una tradicional especialidad de la casa. De allí que debo felicitarla porque sus dos monólogos de esta semana fueron un golazo. Sobre todo por la gran repercusión que tuvieron. Para un monologuista no hay nada peor que hablar sin que nadie le de bola. No es su caso. Ni bien Ud. abre la boca, el país se paraliza: "¡Viejo, prendé la tele y mirá lo que está diciendo Cristina!".
De todos modos, siempre es bueno revisar los principios básicos de todo monologuista, para optimizar su performance y seguir liderando el ranking de imagen positiva y popularidad.
La primera ley del buen monologuista, dice que éste debe tener aptitudes histriónicas. Por bueno que sea el libreto, si quien lo dice no tiene gracia, no sirve para nada. En cambio, a veces un mal texto puede salvarse con un buen histrión. Y Ud. Compañera Jefa, tiene lo suyo. Grita, gesticula, hace chistes, ironías, se pone cabrona, tiene matices. En fin, no será Seinfeld, pero se las arregla bastante bien.
La segunda regla de oro es que el monólogo nunca se improvisa. O se lee, lo cual es un papelón, o se estudia de memoria. En el monólogo no hay defensa. Ud. está sola frente al público. En cambio, en una escena compartida siempre se la puede rebuscar. Por ejemplo, supongamos que Ud. está haciendo un sketch con Aníbal Fernández y de pronto se olvida la letra. Él le puede dar un pié, Ud. puede morcillar un poco, la reman y zafan. Pero en el monólogo, Ud. está sola, acorralada, indefensa, jaqueada, como Marcó del Pont. Y con los nervios, puede llegar a decir cualquier verdura, como Patricia Bullrich. Y en la desesperación, enloquecer y partir a la estratósfera, como Lilita. Y ante el fracaso, volcar definitivamente y ahogar penas en el estaño, como Diana Conti.
Improvisando se pueden cometer gruesos errores. Por ejemplo: está buenísimo que Ud. diga que nosotros somos los únicos que hicimos algo por los derechos humanos, y acuse a los demás de complicidad con los represores. Pero después mete la pata cuando explica que, como peronista, votó y perdió en el 99. ¡O sea que votó a Duhalde! Una confesión que, de haberlo pensado dos veces jamás hubiera hecho. Fue muy peligroso: ¿Y si se paraba algún senador basura, de esos que nunca faltan, y le recordaba que Duhalde fue el vicepresidente del gobierno que dictó los indultos? También dijo que se consideraba primero peronista y después abogada. ¿Hacía falta? ¿Por qué corremos el riesgo que alguno nos diga que en el 83 votamos a Luder, que había apoyado la amnistía que se autodecretaron los militares del proceso? ¿Se acuerda? Por eso es muy importante aprender y revisar los libretos antes de decirlos. Nunca improvisar. ¿Qué necesidad había de decir que somos el único partido vigente fundado por un militar? ¿Y si alguno se paraba y le decía que también es el único que tuvo un escuadrón paramilitar como la triple A? ¿Y si aparecía algún cabrón recordando que también tuvimos a los Montos, que fue la primera banda armada que pasó a la clandestinidad en plena democracia, y con Perón vivo? Grave error. Nunca hay que meterse en un berenjenal (berenjenal: dícese de ese lugar en el que el orador se mete involuntariamente y, al tratar de salir, comienza a decir exactamente la frase que va a ir a parar, derechito, derechito, a la primera plana de los diarios). Cuando uno no sabe bien qué decir, es mejor meter un chiste y salir para otro lado. Algo tipo: Primer acto: Néstor se compra un terrenito. Segundo acto: Néstor se compra dos palitos. Tercer acto: Néstor se compra un hotelito. ¿Cómo se llama la obra? (el remate no se lo digo, porque yo trato de escribir humor para que Ud. se relaje un poco, pero no soy ningún boludo).
Pequeños detalles que no opacan una semana fenomenal. Fue genial la maniobra de entretener los legisladores, mientras los camiones de Juncadella se escapaban con la guita del Central. Como final de la etapa "Somos los dueños del Congreso" estuvo perfecto. Ahora que el parlamento cambió de manos, viene la segunda parte de la película: cuando se descubre que ellos, que eran los buenos, son tan malos como nosotros, que éramos los malos.
La oposición demostró que aprendieron todas las trampas que les enseñamos. Se quedaron con todas las comisiones, impusieron su mayoría y no escucharon a nadie. Ni que fueran kirchneristas Después la citaron a Marcó del Pont en el Congreso y, como a los diez minutos no se presentó, rechazaron su designación. Honestamente, no me gustaría que la echen. No se cuánto sabe de economía, pero es mucho más linda que Redrado. (Tranqui, no se me ponga celosa que en esta monarquía kirchnerista, reina hay una sola).
Conclusión, todo vale. Tendríamos que aprovechar que del lado de la oposición hay mucha gente mayor, flojitos de próstata. Cuando necesitemos aprobar un DNU, tratemos de forzar las votaciones en el momento justo en que, por ejemplo, tipos como Menem, se tienen que levantar de su banca por razones de necesidad y urgencia. Hay que estar atentos.
Me huelo que la oposición se va a poner soberbia, prepotente y desenfrenada, y nos va a permitir a nosotros volver a crecer. Cuanto peor se porten ellos, mas adeptos vamos a captar nosotros. Al revés de lo que pasó hasta ahora que, gracias a todas las maravillas que hicimos en estos últimos tiempos, conseguimos que la oposición se quede con todo, que la gente no nos quiera ni ver, que crezcan monstruitos como De Narváez y Cobos, y que revivan otros como Menem y Rodríguez Saá. Un milagro del que sólo nosotros fuimos capaces.
El monólogo del miércoles fue un poco más extraño. Explicó enérgicamente que tenemos que pagar la deuda, reclamó para los ganaderos que amplíen la cuota Hilton (no sé bien que es, pero si se trata de pedirle al hotel más habitaciones cuando viajamos, yo estoy totalmente de acuerdo. Eso de compartir la habitación con Aníbal y con Taiana, no da para más). Y elogió (y todo el público aplaudió) el fallo de la Corte Suprema de Justicia de los EEUU. ¿Qué raro, no? Yo pensé que los progres éramos nosotros y los conservas eran ellos.
Finalmente, excelente su planteo del país real y el país virtual. Me quedé pensando una cosita: cada mañana Ud. se levanta y lo primero que debe hacer, después de lavarse los dientes y darle un besito al Jefe, es leer los diarios. Por más que me lo niegue, me juego la cabeza que arranca con Clarín y sigue con La Nación. Ahí se clava el primer Alplax del día, y le entra al mate con bizcochitos. Dos minutos después, se empirimpimpolla toda, sube al helicóptero y se va a laburar a la Rosada. Habitualmente, al mediodía, se va en el helicóptero a inaugurar algo, por ejemplo una cuneta en La Matanza, donde la aplaude un montón de gente mientras Ud. se manda el monólogo del día. Vuelve a la Rosada, y a la nochecita se toma otro helicóptero para volver a Olivos, donde la espera el Compañero Jefe con la mesa servida y las milangas calentitas. Calculando sus dos años de gobierno y los cuatro de Néstor, hace 6 años que Ud. hace esa rutina. Es muy difícil hablar de un país real y un país virtual cuando hace 6 años que viaja en helicóptero. Con todo respeto, para poder ver el país real, de tanto en tanto, habría que tomarse el Roca, a menos que Ud. crea que el desastre que muestran por televisión y al que someten a la gente, es sólo una realidad virtual.
Ahora empiezan los timoratos a pedir diálogo, calma y todas esas pavadas. No hay que darles bola. Para poder hacer un buen monólogo, hace falta que haya bardo. Si no la cosa no tiene punch. Salgamos a la cancha con nuestros mejores perros, que ellos ya empezaron a mostrar los dientes. Creo que en esta nueva etapa la cosa va a seguir siendo muy divertida, para mí, para Ud. y para buena parte de la oposición y del oficialismo.
Menos para los tipos que nunca se suben a un helicóptero y cada mañana se toman el Roca. Que, dicho sea de paso, siguen siendo demasiados.
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