POLÍTICA A DEMANDA
Que la política ha caído en desgracia y su popularidad está en su punto mas bajo, no es noticia. La actividad sufre, hace tiempo, de este desprestigio. Ya no se trata de un hecho local. Claramente, se ha constituido en un fenómeno global, solo con pocos matices.
Ha pasado mucho para que este sea el presente. Lo que la sociedad piensa de la política se corrobora a diario. Es que tanta discrecionalidad, abuso de poder, clientelismo, demagogia y hechos de corrupción, solo han abonado linealmente a una misma visión. La política es despreciable para casi todos y su deterioro parece interminable.
Sin embargo, algunos se empeñan en reivindicarla como vocación. Dicen, con razón, que la política es el medio más efectivo para modificar la realidad. Y no mienten en ello. Vaya si tienen razón. La política debe ser el vehículo mas eficaz para esa mejora.
Lo que no dicen es que la mala imagen que la gente le atribuye, se sustenta en realidades y no en suposiciones. Se apoya sobre la base de hechos reiterados y de una experiencia confirmatoria que se prolonga en el tiempo. Ya no son incidentes aislados, sino sucesos repetidos incansablemente, solo reediciones de situaciones parecidas.
El abuso de poder, se origina en la brutal concentración de recursos y atribuciones, que hacen del poderoso, alguien con demasiada supremacía, y que ostenta un arsenal de inexplicables privilegios personales. Un desproporcionado costo operativo, sin correlato razonable con sus ingresos aparentes y sus funciones publicas. Nada mas despreciable, que quien aprovecha las prerrogativas que otorga el cargo. Sobre todo cuando quien financia ese despropósito es un ciudadano, sin privilegios, ni prioridades especiales. Soportar el desagradable espectáculo de pagarle lujos al funcionario, que no se pueden dar quienes pagan sus obligaciones, es una muestra mas del desparpajo con el que algunos se mueven.
La discrecionalidad genera igual sentimiento negativo. El funcionario, aparentemente tocado por una varita, parece convertirse por arte de magia, en el único iluminado capaz de saber a quienes beneficiar con ciertas medidas y a quienes no. Su arbitrariedad no tiene demasiados límites y las explicaciones brillan por su ausencia. Ejemplos abundan. Recibe a quien quiere, cuando quiere y si quiere. Su despliegue esta plagado de caprichos y eso lo hace absolutamente cuestionable.
La corrupción, tal vez sea el punto máximo de toda esta descripción, pero solo la esperable consecuencia de un sinnúmero de atrocidades aceptadas con naturalidad. Es que a las patéticas actitudes propias de la función, se suman ahora cuestiones morales que solo esperaron la oportunidad para rapiñar todo lo que se encuentre a su paso.
La escala de valores de estos personajes se ha malogrado porque han consentido situaciones en ese recorrido, donde el umbral de la moralidad, se corre permanentemente aceptando hechos que de estar en posición ciudadana no se tolerarían.
Le toca en suerte aprovechar esas posibilidades y allí su deshonestidad aflora. Esa que estuvo latente durante mucho tiempo y que las mismas reglas de la política fueron limando en permanentes concesiones, aprobando ciertas pautas inaceptables éticamente.
La política aporta pruebas aplastantes a diario, con múltiples y cada vez más creativas formas de asistencialismo, clientelismo, corrupción, discrecionalidad, demagogia y populismo. Estos atributos solo se sostienen cuando el que paga es otro. Se trata de esa masa impersonal al que llamamos ampulosamente “ciudadanos”, cuando en realidad debiéramos llamarlos “contribuyentes”, porque si algo hacen es financiar a otros.
Por eso, cualquier cosa que se diga de un dirigente político, o más aun de un funcionario, resulta creíble. No importa cuan retorcido sea el planteo o la historieta. Poco importa saber si es total o parcialmente cierto. Es más, hasta puede ser una absoluta calumnia, pero ese no es el problema. El asunto es que resulta verosímil y con ello todo intento por encauzar la cuestión resulta insuficiente. Entonces devolverle valor positivo a la actividad política se convierte en un esfuerzo discursivo y voluntarista.
Parece imposible salir de este círculo vicioso. La naturalización de algunos hechos, nos llevan por el sendero de la resignación y de la aceptación mansa de que “todo es así” y “nada se puede hacer”. Vaya funcional filosofía para los que quieren seguir haciendo uso indiscriminado de las “bondades” del sistema para provecho propio.
Esa acumulación de poder precisa de esa interminable transferencia de recursos económicos que el sector privado drena hacia el sector público. Sin ella no hay concentración de decisiones ni de dinero. Esta habitual manera de ver el presente, es la fuente inagotable de tantas desventuras. Cuando esta dinámica se modifique, y los recursos económicos que sector público obtiene, no se tornen tan tentadores, ni sus privilegios y prebendas surgidas de la discrecionalidad, puede que los operadores del poder, no se muestren tan entusiasmados con la idea de acceder a él. Es que en ese caso, el botín de siempre, no será la motivación central que inunde a la política de parásitos, temerarios personajes oportunistas, e improvisados arribistas.
La ideología reinante, esa que dice que el Estado debe ser grande y ocuparse de múltiples tareas, abarrota al mismo de recursos eternos. Sus funciones son casi todas, y por lo tanto debe seguir acumulando financiamiento, con impuestos, emisión monetaria o endeudamiento. No importa como, interesa sostener el andamiaje del sistema.
Esta forma de ver el mundo solo conseguirá atraer a multitudinarios ejércitos de partidarios que quieren acceder al reparto de la torta. La lista de abusos estará a la orden del día, y no faltaran voluntarios a la cita. La misma política se ocupará de convocarlos.
Mientras los ciudadanos razonemos de este modo, mientras defendamos ideologías que concentran recursos en el Gobierno, bajo la simpática leyenda de la justa redistribución de la riqueza que quita a unos para dar a otros, la ficción del Estado eficiente y la falaz utopía controladora, seguiremos abonando al conveniente escenario que una casta eterna alimenta para que nunca le falten los recursos para asignar a sus seguidores. Ellos continuarán con esta tradición, como siempre, con discrecionalidad y excesos, con privilegios y asistencialismo, con clientelismo y demagogia.
Todos los calificativos despectivos que podamos atribuirle a la clase dirigente parecen tener asidero, se hacen verosímiles, pero a no equivocarse, los ciudadanos hemos fomentado y legitimado durante décadas a este linaje con doctrinas plagadas de falsos argumentos, pero que han sido altamente convenientes para ese despliegue.
Si aún creemos en la idea de que podemos intentar salir de este laberinto, tal vez debamos mirarnos un poco para buscar en nuestros reclamos la explicación a tanto desatino. Solo estamos recibiendo a cambio, las predecibles consecuencias de lo que nuestro desaprensivo discurso ciudadano, clama en público y detesta en privado.
Despreciamos a la política, la aborrecemos, pero solo hemos construido una caricatura de ella misma. La noble herramienta del cambio es solo un espejo de nosotros mismos, tal vez su costado menos agradable, pero sigue siendo una “política a demanda”.
Alberto Medina Méndez
amedinamendez@gmail.com
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